Necesitamos mejorar nuestro capital humano y tecnológico
lo que no se logra sin una educación superior de calidad. Por ello a nadie
puede extrañar que la Ley
Universitaria esté en el centro del debate
político y que haya originado el rechazo de docentes y estudiantes. Aprobada ya
en la Comisión de Educación, que preside Daniel Mora,
ahora ingresará al pleno congresal.
La propuesta se está
imponiendo al caballazo, ignorando la autonomía universitaria. Se propone una
Superintendencia Nacional de la Universidad Peruana para reemplazar a la actual
Asamblea Nacional de Rectores y al Consejo Nacional de
Autorización y Funcionamiento de Universidades (Conafu) pero ello concentra
todos los temores en tanto estará adscrita
al Ministerio de Educación. Tendrá funciones normativas,
reguladoras y de fiscalización de los recursos de las universidades lo que significa
dejar su suerte en manos del Ejecutivo
y de sus designios políticos, liquidando toda autonomía. Esa
nueva entidad super poderosa autorizaría la creación y funcionamiento de
universidades públicas y privadas.
Según la ANR tenemos
133 universidades de las cuales 50 estatales, con más de 309,000 alumnos, y 82
particulares, con una población de más de 474,000 estudiantes. Todos verían
modificado su régimen de estudio. A
comenzar por la acreditación que también quedará en manos de la
Superintendencia que podrá cerrar la universidad o la facultad considerada sin
la calidad requerida. Además se anularía el bachillerato automático y la forma
de alcanzar la licenciatura, haciendo obligatorio el idioma extranjero o una
lengua nativa.
Un punto de fricción efectiva es la elección de las autoridades
- rectores,
vicerrectores y decanos-
a cargo de los docentes, estudiantes y graduados mediante “voto
universal”, por cinco años. Se habla de procesos electorales con segunda vuelta
lo que mantendría en vilo a las instituciones, politizadas al máximo, dando
espacio al clientelismo, populismo y demás prédicas políticas permanentes propias
de las campañas.
Alan García ha resumido posiciones señalando que el proyecto es una “amenaza a la libertad de pensamiento y un grave retroceso”. No le falta razón desde que la Superintendencia sería manejada políticamente. Y si bien la actual autonomía no garantiza la calidad educativa si evita las interferencias que históricamente han sido groseras en el país.
El debate es positivo,
la imposición absolutamente negativa. Falta el diálogo sereno que contemple
otras propuestas renovadoras. Es cierto que debemos cambiar la situación de la
universidad pública, pauperizada, para estudiantes de menores recursos y
también las instituciones privadas, como muy rentable negocio para formar una
supuesta élite con mejor educación, pero démonos tiempo como sociedad para
debatir.
El
Congreso no puede aprobar un proyecto de ley que solo agravará el conflicto sin
lograr que el sistema universitario
mejore para formar el capital humano que necesitamos sin discriminaciones
sociales ni económicas. La educación, la investigación y la innovación son los
vértices del llamado “triángulo del conocimiento”, base para un crecimiento
inteligente. Por esa asociación conceptual debemos comenzar.
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