EL ESTADO INUTIL
En Político.pe el 26 11 2016
Se fugó Nadine Heredia a Suiza y las autoridades no pudieron evitarlo. La
justicia aparece burlada y los jerarcas del poder se exhiben impotentes ante la
viveza de quienes conocen sus fallas desde dentro. Todo esto aparece como la
cereza en la torta de la impunidad. La gente critica la inacción, la
incapacidad y hasta la corrupción que permite a quienes medran del Estado seguir
haciéndolo a vista y paciencia de todos. Muy grave porque la autoridad eficiente
y necesaria no viene del discurso o de los papeles más o menos destrabados sino
de la moral y el respeto a los principios y a las normas de la convivencia.
Si el Estado no puede garantizar el fundamental derecho a la vida, como
está sucediendo con el progreso de la criminalidad en las calles, no se
justifica. Si no puede castigar a quienes incumplen sus leyes tampoco. El
Estado es un ente cuya abstracción pugna por su supervivencia pero basada en
realidades. Para ello necesita de aquellos sobre los que impera. Toda abulia es
falta de voluntad, de decisión, una enfermedad institucional que solo se
explica por motivos mayores que malamente pueden ser los del dinero que compra
voluntades para superponerse a todo principio de bien común.
Lo grave es cuando la percepción de que el Estado es inútil se extiende y
generaliza. De que no sirve a los intereses de la sociedad, que no justifica la
inversión económica que vía impuestos hacemos en él, ni la subordinación
política que deja en los elegidos las decisiones que nos afectan. Todo esto
puede culminar en el anarquismo que según el caso sirve para dar como para
quitar a los interesados privilegiando sus propios fines.
Como no podemos renunciar al Estado ni signar la disidencia, nos toca
fortalecerlo. Se impone una revolución moral. El bien común solo está bien
servido cuando el balance de la suma del
servicio para todos es positivo. El Estado se determina y se concreta por sus
fines. Lo primero el cumplimiento a la ley igual para todos, sin privilegios escandalosos,
es un deber del ciudadano y del hombre moral. Sin ello no podemos hablar de
Estado de Derecho.
Nos sentimos incluidos en este Estado no tanto por imposición como por
convencimiento. Nadie quiere alinearse con lo salvaje y con lo hostil, con todo
aquello que desde las catacumbas debe quedar fuera de la ciudad.
Pero tampoco se trata de un juego de apariencias que legitime lo que no
existe. El discurso estatal debe convencernos del beneficio de actuar conforme
a ley, nunca al margen o fuera de ella como sucede con la informalidad o con el
crimen. Lo esencial es la autoridad moral de quienes nos dicen lo que debemos
hacer.
Lo primero, ninguna jerarquía puede desdeñar el factor ético que la explica
y justifica. Lo segundo no hay lugar a privilegios lesivos a los intereses
comunes. Ni incoherencias ni inconsistencias. Menos aún apariencias de realidad
o falsos discursos que disuenan con lo que estamos viendo y viviendo.
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